tres meses de estancia en pnohm penh, con la tarea profesional de rehabilitar un edificio con cambio de uso, es la historia que ofrecemos contar de este occidental tan poco preparado a los hechos fantásticos, minúsculos y serenos que están por acontecer...

25 septiembre 2008

Metro

Volver a JFK me aleja siempre de mi hábitos inmediatos; elimina mi pasado reciente. El descontexto se apodera de mí y me envuelve como una sombra en una capa. Noto un viento fresco de exteriores en el fugaz tránsito entre Jamaica Station y el Airtrain. Contemplo el crepúsculo industrial incluido la Terminal de Saarinen, reducido a icono doméstico (tendrá esa Terminal el 1% de superficie del resto de terminales?) Ya dentro de los espacios acondicionados, con mi jersey ligero y mi camisa de lino grueso me acomodo a las diferentes temperaturas anodinas. Tras los controles, el cansancio a la moda de la vida agitada me tiene sediento y perezoso, insomne e inactivo.

Vivo con José, un compañero del AAD; la mudanza la hicimos en dos días. Terminamos el martes, hace un martes, el día que tuvimos mesa, cama, sillas. Desde el salón se ve, sin necesidad de renders, un paisaje hiperurbano. Mira a la calle interior que queda entre bloques, y entre ellos hay árboles muy altos azalvajados, que filtran la luz de las ventanas de los bloques próximos. El miércoles ví a Margaret Arbanas en OMA, tres plantas por debajo de Studio X (una extensión de la Facultad en Houston con Varick en la planta 16 del One Wilshire Building). El proyecto de Nairobi está en vía muerta y quise jugar la carta estudiando sobre AMO. No sé que pasó el jueves por la tarde,

El viernes por la tarde recuerdo una entrañable escena en el vagón de metro. Viajábamos una comunidad variopinta. Como en un experiencia microscópica, compartíamos espacio, volumen y un fragmento volátil de tiempo. El caballero latino de enfrente me miraba con descarada curiosidad cansada; las tres adolescentes negras y espigadas andaban alborotando el aire con sus carcajadas violentas. Dos de ellas se despiden pronto y la tercera se queda callada con la inercia de una sonrisa. Una pareja joven con un chico de color tibio parecen flexibles. El metro chirría, uno se zarandea, le dice excuse me cuando le choca. Las personas de pie se dejan el paso, se empujan con clara y medida compostura. Entre ellos yo, un joven posiblemente europeo tatareando a ratos una canción en español. Todos, dispares pero juntos, compartiendo el tren sin saber todos los otros destinos, todas las demás puertas.

Aquella tarde ya hecha noche paseé con Cocó viendo la prenavidad de Union Square, los bares de Alphabetville, cenando en el café le Gamin y asistiendo a la fiesta en el rooftop de Kostas. Ví a mis compañeros del antiguo año y volví muy tarde en un metro decrépito y lento, muy lento. Al día siguiente una compañera del año pasado me envió un mensaje diciéndome que estaba aquí, y fui enseguida a visitarla, en la Escuela. Al final pudimos cenar y desayunar juntos; en el intermedio salí a bailar con Nika a Lafayette, a dos clubes de diferentes tribus urbanas. El primero podría ser funky o algo extraño que se podría llamar “normal”, en el segundo había chicas con piel de porcelana peinado a la taza maquillaje en negro y una (irresistible) mirada de tedio de la vida moderna. Ya muy tarde paramos en un McDonalds y seguimos el rito de las hamburguesas y el de la basura; un taxi nos subió al Upper West donde adormilado me despedí de ella. Juan me contó al día siguiente sobre su corto; como necesitó en su momento saber sobre la vida de los arquitectos, se pasó por la escuela y recogió las maquetas de algunos amigos del Master. Hablamos al sol todavía capaz de septiembre sobre arquitectura y nuestros años, sobre NY y el año siguiente, sobre su corto. Por la noche se pasó una estudiante en Harvard que visitaba NY y a estudios de Arquitectura. Reimos y nos reimos (puede que demasiado) de los arquetipos que nosotros y quienes nos acompañan en la universidad, representamos. A la mañana siguiente la despedí con un café en la 112. La semana había comenzado y yo ya estaba en el avión; no sé si por eso ayer estuve más bien de vacaciones, pensando, gozando, hasta leyendo.

Afiné la pistola del nomadismo con una maleta lista para llevar a bordo que sintoniza perfectamente con la cultura macbook. Y en Madrid en menos de una hora, es increíble la generación procreativa de hábitos y costumbres. No sé cuantas cosas son normales; en Madrid, en el AVE, en las romerías o en Cádiz, imagino que son muchísimas. Vuelven a ser una selva como mi patio; la comida del avión es, posiblemente, el único de los elementos que me permite contemplar todos al mismo tiempo. Sigo pues incapaz de hablar mucho, de ver los exteriores: estoy en una entrañable escena, viendo puertas, y puertas, y puertas, y puertas, y puertas que se cierran y se abren mientras yo sigo viajando.